Me despierto el jueves pasado murmurando que los canadienses ya están aquí y me voy a trabajar una hora antes de lo habitual, porque estoy algo nervioso. Tengo que recogerles en el hotel a las 8:45 y pasar todo el día con ellos, incluyendo visita turística y cena. En mi trabajo ésto es demasiado habitual.
Llego al hotel que yo mismo les recomendé hace un mes y, mientras les espero en el hall, confío en que en Canadá guste el dorado y la moqueta, pues abundan en este sitio tanto que, sin demasiado esfuerzo, puedo verme a mi mismo reflejado desde cualquier ángulo posible usando las múltiples superficies espejadas color champagne que allí se encuentran. En mi defensa debo decir que mis criterios de elección fueron la cercanía a mi oficina y un número de estrellas no menor que cuatro, y así fue. Otro día comentaré acerca del tema “Hoteles de cuatro estrellas ¿la mayor estafa del siglo o lugares de culto?”. Creo que acabará siendo la segunda opción, cada vez los comprendo mejor.
Al fin, bajan los canadienses y me doy calambre con uno al estrecharle la mano. A uno le saco una cabeza y al otro, cabeza y media. Se dan cuenta. Les llevo a la oficina y la reunión sale estupenda, hecho muy importante para mí porque esta visita me había generado mucha tensión durante todo el mes. No entran en los marrones más gordos que tenía con ellos y me quedo muy aliviado. Además, a uno le cuelgan los pies de la silla y eso me da una inesperada confianza durante toda la reunión, por lo cómico de la situación. En realidad son gente muy amable y vienen de buen rollo, pero son auditores…
Tras la reunión, les llevamos a comer a La Buganvilla y cuando entramos nos dicen que ya habían ido ahí a cenar la noche anterior. Incrédulos por la coincidencia, instintivamente mi jefe y yo nos miramos con cara de “ha sido culpa tuya”. A mi me jode, a él no. La verdad es que el restaurante estaba demasiado cerca del hotel, así que esta situación tenía su lógica. Bueno, como los canadienses son tan burros, resulta que se cenaron una paella y con no pedir arroz ahora, tema resuelto. Nos ponen una condición antes de pedir: “nada vegetal”, así que no me queda más remedio que pedir jamón, sepia y revuelto de morcilla de entrantes. Dorada a la sal de segundo, que les asombró. El jamón les encanta, la sepia se la comen y me preguntan que qué es la morcilla. Yo, escuetamente, les respondo que es cerdo (si les digo que es sangre encebollada me echan las papas ahí mismo) y también se la comen, mirándose entre ellos y afirmando con la cabeza satisfechos. Nos atizamos un poco demasiado con el vino y ellos se van a dormir la siesta, creo que algo sorprendidos por nuestra capacidad para ingerir alcohol al medio día y seguir trabajando después. Yo estoy medio cocido y me voy a trabajar, por llamarlo así, hasta las siete, hora en la que he quedado con ellos para darles una vuelta por Madrid y llevarles a cenar.
Cuando les recojo en el hotel de nuevo, mis huéspedes ahora van vestidos de sport. Mientras les vuelvo a dar la mano pienso que jamás veré unas combinaciones de colores y tejidos como esas y disfruto del momento. Les saco por el Palacio Real, Madrid de los Austrias y todo eso, inventándome todas las fechas que me preguntan relativas a edificios y personajes históricos con una convicción que me hace plantearme mi respeto por la especie humana. Pese a mis esfuerzos, lo que más les gustó fue el Museo del Jamón, lugar al que tuvimos que entrar dos veces durante el paseo porque realmente les entusiasmaba. Casi les da un infarto de la emoción cuando pedimos unos montaditos y vieron al camarero cortar el jamón en directo (el camarero tenía unos diecisiete años, tenía una pinta de bakala que no podía con ella y el jamón lo cortaba como lo puedo hacer yo, pero no le quise quitar magia al momento y les dejé en paz con su trance).
Cenamos en Casa Ciriaco (cocina tradicional madrileña, muy bien) y volvieron a pedir jamón, que ya tenían el mono tras una hora sin probarlo. Nos encantaron las croquetas de merluza. Para el plato principal, se conformaron con un bistec, allá ellos, yo me apreté unas albóndigas estilo nosequé impresionantes. Como madrugaban al día siguiente para irse a Vancouver, no les quise liar más y nos fuimos. Les dejé en el hotel, me dieron mil sinceras gracias por todo y me fui a mi casa encantado de haberles conocido. Buenos tipos.
Ahora, en un par de años, me tocará a mí ir a Vancouver. No he estado nunca y me apetece mucho ir.
martes, octubre 12, 2004
Los canadienses
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